Ayer una obra maestra del cine, con título de una palabra manida y mal
entendida, dejo sin palabras a la gente que una noche de agosto estaba en la
Filmoteca de verano en el Jardín del Turia en Valencia. Amor de Haneke.
Sublime sería para mí la palabra para definirla. De forma certera y serena, la película te conduce por un camino que todos transitaremos y que la sociedad
actual nos ha enseñado a desear: llegar a la vejez.
Un sociedad hipócrita, superficial y destructiva de sentimientos profundos, como los que nos muestra la película.
Se refleja una historia como existen muchas, donde el sufrimiento, la incapacidad, el desconcierto, la soledad, se van acercando al espectador de la mano de la narración.
Se refleja una historia como existen muchas, donde el sufrimiento, la incapacidad, el desconcierto, la soledad, se van acercando al espectador de la mano de la narración.
De forma tranquila, bella, suave y con un tempo que hace que los 127
minutos no te cansen, inicias un viaje a tu interior que te ayuda a mirar lo que
de forma compulsiva evitamos en nuestra sociedad: la decrepitud y la muerte.
Nos pone delante cosas como las diversas formas de afrontar lo más duro que
vive un ser humano en el o en un ser querido: la perdida de capacidades que nos
convierte en algo muy distinto a lo que creemos que somos. Pero que seguro seremos.
La no aceptación del entorno, la falta de amor en los profesionales, la
compasión de los cercanos, o la incapacidad de los avances para dar solución a
algo tan tremendo como el sufrimiento humano.
Es el micromundo de una pareja, que nos enseña el significado del verdadero
amor hasta la muerte, que emerge de esta película para enseñarnos o insinuarnos las
claves del AMOR con mayúsculas. Ese que no evoca la palabra, porque como tantas
cosas la hemos banalizado hasta matarla. Un amor que no es sexo, no es placer, y
si empatía, cuidado, mimo, respeto, entrega, sinceridad, honestidad y
compromiso desde la libertad de elección. Un amor que es fruto del trabajo de
años y que se alimenta. Un amor donde el sacrificio no es tal, porque desde tu
individuación y propia identidad te das al otro. Y es en ese darte, donde creces
y te sientes realizado.
Un amor más declinado en el espíritu que en la materia.
La película es una sinfonía donde cada personaje se convierte en
instrumento y es la unión de todos ellos lo que la hace una obra maestra. Una comunicación
con cada ser humano que lejos de dejarle indiferente pasa a ejercer una
trasformación en tu más profunda intimidad.
Decía Albert
Lladó en la Vanguardia que “El filme
del austríaco es una película precisa, arriesgada, que concentra la fragilidad
del ser humano” “El director ha demostrado una vez más que ‘su búsqueda no es
la complacencia, sino conseguir activar los mecanismos más íntimos del
espectador’”
Una complacencia que nos ha convertido en una sociedad sin recursos sólidos
ante lo
más dramático que le sucede al ser humano.
Ayer, conmocionada pero satisfecha, vi un grupo de personas que al terminar
la película respondió con un profundo SILENCIO. Ese que expresa que algo te ha
dejado movido por dentro, noqueado. Ese, que indica que estas ante algo
SUBLIME. Tan sublime como el autentico AMOR.
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